IMMACULATE | CRÍTICA

El diablo en el convento

La actriz  Sydney Sweeney protagoniza el filme.

La actriz Sydney Sweeney protagoniza el filme. / D. S.

Vuelta de tuerca de La semilla del diablo, es decir, de la maternidad humana buscada por el diablo para encarnarse, enmarcado en la variante de terror monjil u horror conventual que acaba de apuntarse un éxito con La primera profecía, precuela del clásico moderno La profecía. Un tema, este de la irrupción del maligno en un convento, tan antiguo como el propio cine si nos remontamos a El diablo en el convento que filmó Méliès en 1899.

Tampoco la variante de terror monjil abundantemente empanado de erotismo es una novedad: basta recordar su éxito en los 70 cuya cumbre disparatada quizás sea Satánico pandemónium: la sexorcista. En ellas, por supuesto, lo esencial era el presunto o real escándalo de un erotismo monjil siempre perverso porque estas películas sumaban a lo gótico y terrorífico serie Z la tradición libertina dieciochesca de relatos eróticos ambientados en conventos, que a su vez se remonta a la Edad Media y el Renacimiento: recuerden la primera narración de la tercera jornada del Decamerón: Masetto de Lamporecchio se hace el mudo y entra como hortelano en un monasterio de mujeres, que porfían en acostarse con él”.

El cine lo convirtió en subgénero de porno-terror conventual al que se sumó lo demoníaco. En este caso es una cándida novicia que tiene la mala idea de irse a un siniestro convento italiano en el que habita el mal. La produce para su propio lucimiento Sydney Sweeney, que ha escogido para dirigirla a Michael Mohan, con quien ya trabajó en el ero-thriller Los voyeurs. Se intenta provocar, desde su título y con alguna caracterización blasfema que recuerda las provocaciones de Madonna, uno de esos escándalos prefabricados por el marketing que favorezcan la taquilla utilizando incluso presuntas protestas de grupos integristas como publicidad. No se ha logrado porque el público ya se ha acostumbrado casi a todo y porque la cosa no da para tanto.

La película, basada en un guión de Andrew Lobel que llevaba años dando vueltas por las productoras, es un previsible artefacto de sustos de escobazos (sonoros y visuales) del tren de la bruja con una puesta en imagen oscura que busca una cierta estetización que no la rescata de la serie B o Z. Catapultado por su éxito también fuera de nuestras fronteras en La casa de papel, el actor andaluz Álvaro Morte encuentra en ella un vehículo para su definitivo salto internacional llevado en alas de la creciente fama de Sydney Sweeney, verdadera y única razón de ser de la película.        

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