T ODO parte de la devoción, del encuentro sencillo, íntimo, del cofrade con su imagen. Por eso quizás siempre se entienda mejor la Semana Santa desde la sencillez, por mucho que sea fiesta extrovertida, aparatosa, exuberante a veces. Santa Teresa explica la oración como “tratar de amistad estando a solas muchas veces con quien sabemos nos ama”. Esto hace el devoto cada vez que visita su hermandad y se acerca a su titular. “Tratar de amistad”, intimar, profundizar en una relación que fortalece la vida del fiel al tiempo que el vínculo también se consolida, porque es una relación de amistad. Quizás por eso la entrañable relación que tenemos con nuestras imágenes, sintiéndolas como algo propio, de nuestro entorno más familiar.

Nos reconocemos en los ritos más pequeños e íntimos, costumbres que cada año repetimos porque forman parte de nuestra liturgia personal. Cuándo y con quién ir a retirar las papeletas de sitio, el momento de sacar la túnica, con quién nos veremos en las vísperas de nuestra salida penitencia… Hasta el ver cofradías, que hay costumbres que también se heredan de padres a hijos y éstos repiten lo que le vieron hacer a sus progenitores. Hay sonidos que saben llegar al alma, olores, rincones, el primer nazareno, que ya no es aquel primer nazareno de pequeños, sino otro, más mayor, acaso como nosotros…

En lo más sencillo está la esencia de las cosas, también de lo que significa para muchos la Semana Santa. Ahí, en esta sublime sencillez, se guarda la clave que ayuda a interpretar luego esas otras grandes manifestaciones de emoción, de fe, de júbilo… Antes que el cortejo hubo una familia, y una devoción compartida. Hubo quizás un barrio, orgulloso de su cofradía, volcado en ella como seña de identidad esencial. Y antes que todo, hubo ese encuentro íntimo, personal, del devoto con su imagen, para “tratar de amistad” y sostener la vida a su lado.

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